
Sebastián Marset no era solo un futbolista. Detrás de su fachada como mediocampista del Deportivo Capiatá, se esconde un narcotraficante que transportaba cocaína desde el Chapare, una región de Bolivia conocida por su alta producción de esta droga. Utilizaba su posición en el equipo para cubrir sus operaciones de narcotráfico, llevando la cocaína a Europa a través de una red.
El mediocampista se adelantó para ejecutar el penal. Era una mañana luminosa y húmeda en el estadio Erico Galeano. En las graduadas, los aficionados vestidos de amarillo y azul se pusieron de pie, entrecerrando los ojos ante el sol, centrándose en el hombre con el número 10 en la espalda. Al margen, los entrenadores se santiguaron mientras él corría ha
Marset había llegado al Deportivo Capiatá, un equipo de fútbol profesional en dificultades, de la nada. Conducía un Lamborghini que cruzaba a toda velocidad el aparcamiento de gravilla. Era guapo, de mandíbula cuadrada, cubierto de joyas de oro, Rolex y tatuajes ornamentados que le recorrían el brazo derecho. Marset era un jugador mediocre, con las habilidades de alguien cuya carrera alcanzó su punto máximo en la escuela secundaria. Pero cuando el técnico de Capiatá, Jorge Núñez, lo permaneció en el banquillo, los jugadores rodearon a Núñez y le dijeron que Marset necesitaba jugar.